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30 de octubre 2020

Relatos aislados

Por Gael Rocher

[…] un haz de luz, como el de una linterna, me despertó en el medio de la noche. Miré mi reloj, eran las tres y media de la mañana. Cuando empecé a buscar de dónde salía esa luz, esta desapareció lentamente. De pronto, noté que en la silla del escritorio había un saco verde que no recordaba tener. Me incorporé a los tumbos, como pude, todavía atontado por el cansancio, y tomé el saco. Empecé a revisar los bolsillos y me encontré con el siguiente relato.

«… Nunca voy a olvidar la isla, la calle Cuba ni mucho menos la fuente mágica.

La isla ya, de por sí, es increíble; pero la calle Cuba es única. Artistas, magos, músicos, punks, caballeros de galera y bastón, darks, superhéroes, miembros de la realeza del siglo XIX, actores, directores de cine, entre otros, se apoderan de las calles de esta ciudad; pero todo se concentra en la calle Cuba. Cualquier cosa puede pasar; por ejemplo, una mañana salís de paseo al Monte, cerca de la casa de la escritora más reconocida del lugar —quien un día se fue a su Madre Tierra y nunca logró regresar— y, cuando volvés, te encontrás con un piano en medio de la peatonal. Horas más tarde, desaparece.

La juventud, conglomerada por la presencia de la universidad, en sus tiempos libres deja sus rastros artísticos pintando las paredes con los diseños más coloridos y originales jamás vistos; o bien, conectando sus guitarras eléctricas en enchufes disponibles en la vía pública para el deleite de los más ruidosos. Bares, carritos cafeteros y más barcitos con el mejor café del mundo avasallan la visual del transeúnte, con nombres del tipo “El Che”, “Fidel” (qué buenas que están las medialunas gigantes de jamón y queso) y, el más visitado por nosotros, “Cubita”.

José, su dueño, procedente de un país arrasado por el totalitarismo, los enfrentamientos civiles y la invasión, —según él— había estado en Cuba. Inspirado por el clima cálido y el estilo de vida de los cubanos, decidió abrir Cubita. Era como estar en La Habana: café cubano, calefacción a cuarenta grados centígrados y un mural que cubría la pared principal y retrataba un pasaje de Cuba, con chicos andando en bicicleta y jugando a la rayuela, jóvenes en un bar disputando una partida de dominó y viejos sentados en la vereda. Esta ciudad es fría y extremadamente ventosa, por lo que la dicotomía cuando entrabas a Cubita era notoria.

 

Pero lo que más llamaba la atención de la calle Cuba era una fuente en medio de la peatonal, algo así como una vuelta al mundo que, en lugar de asientos, tenía una especie de bacinillas de enfermería de diferentes colores; estas, al pasar por abajo, juntaban agua. El que diseñó esta fuente, tal vez, no tuvo en cuenta que, cuando los orinales empezaban a subir, las bisagras que los sostenían, vencidas por el peso del agua, dejaban que se hamacaran y salpicaran agua para todos lados. Por supuesto, este simpático efecto mojaba a cuanto pasara en el rango de dos metros de distancia. No obstante, la fuente era de agrado para todo el mundo. Parecía ser el motivo de todas las peculiaridades del lugar, el monumento representativo de la desfachatez y lo inaudito, de la pintura, la música, la aceptación del otro y la liberación del espíritu.

 

Un día, como tantos, fuimos a tomar un café a Cubita. Esa tarde no había mucha gente, entonces José se puso a contarnos una historia relacionada con la fuente.

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—La fuente tiene poderes mágicos —confesó. Al principio, nos reímos, pero, al ver que José seguía seriote, se nos transformó el semblante—. Todo sale de ahí: los magos, los pianos, los pintores, gente de otra época, hasta gente del futuro. Es una especie de máquina del tiempo, pero más compleja. No solo trae gente y cosas de otros tiempos, sino también de diferentes lugares. Es más, yo nunca estuve en Cuba. Las cosas las traje a través de la fuente.

No sabíamos qué pensar. José había contado la historia de la fuente con tanta precisión y detalle que nos obligó, aunque sea, a otorgarle el beneficio de la duda. Entonces, una noche, decidimos quedarnos en el muelle, agazapados en un rincón desde donde podíamos ver los urinales y la consecuente caída del agua. Ya eran las tres y media de la mañana. Hacía frío. Me cerré el sacón verde en un intento de conservar algo de mi calor corporal. En la calle estábamos solo nosotros y el sereno del muelle, quien inspeccionaba los recovecos de la zona usando el haz de luz de su linterna cual bastón para ciegos.

 

—Chicos, ¿qué están haciendo acá? —preguntó el sereno, atraído por el olor—. ¿Están tomando alcohol o consumiendo drogas?

 

Tras nuestra negativa, nos saludó amablemente y se retiró con paso cansino, mascullando advertencias sobre los efectos negativos del cannabis. A medida que se alejaba el haz de luz, notamos algo sorprendente: cuando los urinales pasaban por abajo, en lugar de agua, recogían…»

Así, sin más, terminaba. Lamentablemente, la parte más interesante, el momento en el que iba a pasar algo con esa fuente mágica, la tinta estaba corrida, como chorreada, haciendo ilegible la letra. No sabía de dónde había salido este relato ni quién lo había escrito. No sabía de qué isla hablaba ni quiénes estaban conmigo… ¿Conmigo?... De alguna manera, tenía la certeza de que ese relato lo había escrito yo… ¿pero cómo?... Dejé la nota a un lado para tomar el saco y ver si encontraba algo más, pero este ya no estaba. Había desaparecido. No me sorprendió demasiado cuando advertí que la nota tampoco estaba. ¿Lo habré soñado? Volví a la cama y, a pesar de todo, me dormí inmediatamente […].

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