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enero 2021

En nombre de Dios te pido

Por Barbarella D´Acevedo

Es casi de noche y Dolores, con una voz que no es la suya, pide agua. Yo estoy escondido para que no me vean detrás del butacón del juego de cuarto, al lado del escaparate y cerquita de la cama, donde Dolores se retuerce como si tuviera fiebre y mira sin ver el techo de guano del bohío. Dolores es mi madre, pero mis hermanas le dicen así, sobre todo cuando le hablan. Yo, a veces, la llamo por su nombre y otras no. Tampoco a papá le dicen papá, sino Ramón. Ahora somos cuatro hijos, yo, dos niñas y otro varón, aunque más chico. Y Dolores acostada apenas pronuncia palabras, solo un quejido de vez en vez, y repite agua, agua, pero la abuela le alcanza un jarro y no bebe, no se calma, solo revuelve las sábanas. Mi abuela la acaricia, le pasa la mano por la cabeza y le dice Lolita, calma, ya pasa, vas a ver, ya pasa, mi niña.

Yo sigo escondido y sin moverme para que no me boten del cuarto como otras veces. En la sala se oye el llanto de mis hermanas. Y Chumbo dice Lores; Lores y ellas le hacen Pssh, que se calle, que no es momento, que tienen miedo ellas también. Pero él no entiende porque es muy chico. Y sigue: Lores, Lores, Lores, que es como le sale a él lo de Dolores. Y yo sé que si no lo cargan un rato va a llorar él también, como las niñas. Pero no hay nadie para cargarlo cuando Dolores se pone así. Afuera debe andar Ramón con las manos en los bolsillos, sin saber qué hacer. Y seguro Arango está a su lado, se fuma un tabaco y mira el camino, como hace siempre.

Yo sé que algo va a pasar. Hace dos noches, la abuela se queda en la casa. Se acurruca junto a mamá a la hora de dormir. Papá duerme en una hamaca en el portal. O por lo menos se recuesta, como dice él, y quién sabe si duerme o no. Yo anoche hice como que iba a tomar agua y me asomé por una hendija de la pared que da al portal. Y allí, en la penumbra con la luna de fondo, vi el tabaco encendido de Arango. Pasó una lechuza chillando y Ramón también estaba despierto porque dijo bajito solavaya, como tiene que hacerse al pasar un bicho de esos en la oscuridad para que nadie más se vaya a morir.

De vez en cuando, Dolores grita muy alto. Y dice: Llévatela, mátala, ahí está. ¿Qué será lo que ve mamá que le da tanto susto? Si yo pudiera se lo mataba para que pudiera quedarse quietecita. Y luego dice: ¿tú no la ves? Mira.

Yo no le tengo miedo ni a las ranas, ni a las cucarachas, ni a los ratones, ni siquiera a los jubos o los majás. Cualquier cosa que sea yo se la mato para ver si deja de dar tantas vueltas en la cama porque lo que yo quiero es que todo pase ya, rápido, y mamá vuelva a ser la de siempre, la que riega las flores blancas de al lado del portal y mece a Chumbo en sus brazos para que se duerma o me da dos nalgadas si me escapo con las niñas al río. Y me dice: Tú también quieres morirte y matar a mis hijas. Y yo no te puedo dejar.

La abuela le dice: No hay nada, es idea tuya. Le pone un paño mojado en la cabeza y le aguanta las manos, bien fuerte, porque mi madre hace como que va a arañarse la cara. Y mi abuela dice: Voy a tener que amarrarte si sigues con esta locura. Compórtate. Tienes que conformarte, que ahí están los otros y dependen de ti. A mí se me hace un nudo en la garganta y la saliva no me baja, pero aguanto como un hombre y no lloro, porque Chumbo puede porque es un niño, pero yo no. Los hombres no lloran y eso es lo que yo soy. Y Dolores mira a la abuela como si la entendiera y luego vuelve a tener la mirada perdida. Gime bajito, aunque por lo menos deja de arañar. Las hermanitas lloran más alto después del último grito de mamá. La abuela sale un momento del cuarto para regañarlas, les dice que dejen el llantén y hagan algo útil, lavar los platos, encender el fogón o cargar al vejigo. Y mamá: En nombre… En nombre…

Yo aprovecho para alzarme un momento desde atrás del butacón. En medio de la cama está Dolores con los brazos abiertos y a mí me recuerda a la Santa Cruz, esa grande que trajo el cura el día que el niño se murió y lo metieron en aquella cajita blanca. Y rápido tengo que esconderme otra vez porque la abuela regresa. La vez pasada ella no estaba. Fue de un momento para otro. A mamá le dio la crisis y por suerte Ramón y Arango acababan de llegar sudorosos de la zafra. Esa vez nadie se acordó de nosotros, ni de sacarnos para afuera. Dolores estaba cocinando y dio un grito. Yo pensé que se había quemado porque oí un ruido como de cacharros que caían. Pero no, era otra cosa. Entró Ramón y la cargó para el cuarto. Arango se llegó a la cocina y con su machete pareció que buscaba algo entre los calderos caídos, a lo mejor pensó que se había colado un majá de Santamaría. Mis hermanas corrieron atrás de Ramón y yo también. Vimos como la aguantaba para que no se hiciera daño. Ella lo escupía. Decía, Cochinos, cochinos. Sica se puso a llorar y China, que es la más pequeña de las dos, se le abrazó muy fuerte. Después, Dolores se calmó y ya no dijo más cochinos, sino Agua, agua, como ahora. Arango salió entonces de la cocina, le dio unas palmadas en el hombro a Ramón y se fue para el portal donde está siempre que anda por la casa.

Sica dice que odia a mamá, yo la escuché un día hace muy poco. Y que ojalá que se muera. Que Lola está así porque es mala y a la gente mala le pasan esas cosas y hasta se le mueren los hijos. Por eso se murió el hermanito al poquito tiempo de nacer. Y a lo mejor, hasta nosotros, todos, saldremos de la casa así, como él, con los pies para adelante en una caja blanquita. Pero yo siempre la mando a callar: No se habla así de una madre, cállate, que asustas a los niños. Yo no sé de eso que dice Sica, que Dolores es mala, y no quiero que se muera, porque, aunque ande así a cada rato con la cabeza ida es mi mamá, la única que tenemos. Y sí ella se muere, ¿quién se va a ocupar de nosotros?, capaz que Ramón se vaya por ahí por los caminos, como andan los otros hombres que van de un lado para otro cambiando el trabajo y no volvamos a saber de él.

En nombre de Dios te pido… En nombre de Dios te pido… Repite Dolores bajito.

Eso que repite tanto mamá, fue lo que Arango le dijo que dijera, la única vez que habló con ella. Yo no lo oí pero Sica sí; ella oyó que mamá le contaba a la abuela. Y nos lo dijo a los otros una noche hace poco. ¿Y qué le contestó abuela? Preguntó China. Que solo Dios podía hacer algo y nadie más. Y yo creo que a China y a Chumbo el cuento les dio susto porque sentí que se apretaban a mí en la cama grande donde dormimos juntos. Yo creo que Sica espía a mamá. Sica tiene miedo, porque se murió el hermanito y nadie sabe de qué, porque estaba gordo, blanco y lindo.

Y ahora mamá hala las sábanas con las dos manos como si quisiera romperla. Ya no llora, sino que ríe con una risa extraña que yo no le conozco. Es entonces que siento más miedo y cierro los ojos un momento. Me escondo más detrás de mi butacón y ya no veo la cama donde está Dolores, no quiero verla. Sobre todo porque escucho a la abuela decir. Que te calmes, Dolores. Esto no hay quien lo aguante, m´ija. Y entonces mamá deja de reír y se pone a llorar bajito.

Cuando a Dolores le creció la panza la última vez lloraba también, todos los días. Y la abuela cada vez que nos daba la vuelta, porque ella vive cerca, le decía: Eso le hace daño a la criatura. No se entiende lo que te pasa. Que pares, te digo. Yo no odio a mamá, pero no quiero que se mueran las hermanitas, o Chumbo o yo mismo. La otra vez fue muy triste. Dolores gritó y gritó hasta que vino Ramón y cargó al niño que ya no se movía, ni lloraba, ni nada. Después, se llenó la casa de gente de los alrededores. Decían pobrecitos, nos dan lástima. Vino el cura. Y se llevaron la cajita blanca y a Dolores hubo que aguantarla. Gritaba: Mátenla, mátenla. Y miraba a cualquier parte, como si ya no viera a su alrededor. Alguien le alcanzó un jarro con cocimiento y entre varias mujeres la obligaron a tomarlo, hasta que se fue quedando quieta. Y las niñas lloraban. Hasta yo, que nunca lloro, lloraba, y me dormí ahí mismo en la sala, con un dolor de cabeza muy grande.

 

Mamá parece que se calma un poco y abuela vuelve a salir del cuarto. Yo, esta vez, no me asomo, me quedo en mi rincón. Tengo miedo y ya se está haciendo oscuro. Lo que quisiera es poder salir, para afuera, al portal, dónde deben estar Ramón y Arango, pero no puedo porque si la abuela me ve y se entera que he estado aquí todo el rato no sé qué pueda pasar. Se ve como una luz y es la abuela que enciende un mechero en la sala. Y llama a Sica y a China que hace rato no lloran, pero están muy calladas y les dice que recen, que es lo mejor que se puede hacer, a Dios y la Virgencita del Cobre, su madre, que no hay poder mayor en el mundo. Y yo oigo a las hermanas que dicen: Dios te salve María, llena eres de gracia... Y Chumbo dice: Lores, Lores. Y abuela: Ahora no te puedo cargar, tengo que volver al cuarto, que a esta no se la puede dejar hasta que pase lo que pase. Y regresa al cuarto. Santa María madre de Dios, ruega por nosotros.

Y Sica dijo la otra noche que mamá sí ve cosas, que a lo mejor está loca, o enferma de mal de ojo. Y que eso es lo que comentan las vecinas bajito, entre ellas, al irse de nuestra casa después de hacer la visita. Pero yo le digo que se calle, y China y Chumbo, pobrecitos, tiemblan de miedo y se pegan a mí para que los proteja que para eso soy el más grande.

Dolores dice: Ahí está. En nombre de Dios te pido… En nombre de Dios te pido que vayas… Lo dice bajito, con esa voz ronca que no es la suya y como si no pudiera hablar. Y la abuela: Calla, calla. No hay más poder que el de Dios, entiéndelo. Y fue Dios quien se llevó a tu hijo.

Yo me pregunto para qué iba a querer Dios un hijo de mamá, y ese tan chiquito que no servía para ningún trabajo. Por lo menos yo le echo comida a las gallinas y ordeño la vaca. Aunque, lo que de verdad quisiera es irme con los hombres a cortar caña, pero todavía no me dejan, aunque mi padre dice que ya me falta menos. Y las hermanas hacen otras cosas. Entre las dos saben colar café. Dolores, antes, les enseñaba a zurcir, a coser pantalones y bordar sábanas para el día en que se casen.

Pero mamá sigue: En nombre de Dios… En nombre de Dios… y no dice más nada, como si el resto de las palabras se le hubieran atorado en la garganta. Yo quisiera salir de mi escondite y correr a llamar a Arango, para que me diga el resto de la frase y yo soplársela a Dolores al oído, para ver si entonces, a ella le sale entera. Y mamá grita. Mátala, mátala… No puedo más, mátala. Y la abuela dice: No hay nada, te dije, no hay nada. Y yo siento que se pone a revisar todo el cuarto y me da más miedo, por lo que ve mamá, que si dice que ve algo es porque algo debe haber, y porque si la abuela revisa bien, seguro me encuentra a mí, antes que a la cosa esa que asusta a Dolores. Ojalá que no haya nada.

Y la abuela se pone a sacar toda nuestra ropa del escaparate, como si buscara algo, desesperada. Mamá grita: Ahí está, mátala, mátala. En nombre de Dios… Pero no sigue porque se atora. Y la abuela: Para. Para. Qué me vas a volver loca. Y a tus hijos. Pero yo digo que la abuela exagera porque mamá da lástima, pero no nos vuelve locos. Y ella: Mátala, mátala. Y yo quiero estar dónde esté Arango, porque junto a él no me da miedo. Seguro que con su machete se puede matar cualquier bicho. Él llegó una mañana que hacía mucha niebla. Ya había pasado lo del niño. Yo estaba en la ventana y lo único que vi que se acercaba al bohío fue un sombrero de yarey. Y me entró una alegría con susto, porque a lo mejor se trataba de un jinete sin cabeza y yo iba a ser el primero en verlo para después cantar victoria delante de las niñas. Pero, qué va, después apareció la cara, con el bigote grande, el cuerpo entero y hasta el machete. Todos los años en tiempo de zafra algún hombre amarra una hamaca en el portal.

Siento que Chumbo corre hacia el cuarto y que ni China ni Sica logran detenerlo. Me asomo un poquito para poder ver. Y Dolores sentada en la cama con los brazos abiertos, dice: Sácalo, que me mata a este también. Sácalo, por la virgencita. Veo a la abuela que carga a Chumbo y lo saca de corre-corre del cuarto. Sica se asoma y mira a mamá con odio. China llora. La abuela les dice: Todos para afuera, y a rezar, que hoy aquí no se duerme.

Y mamá llora, pero esta vez muy alto y como si se ahogara. La abuela entra de nuevo y mamá se le echa arriba, la empuja. Ay Dios. Mamá y abuela se pelean. A lo mejor mamá está loca de verdad, como dice Sica, y es hasta mejor que se muera, para no morirnos nosotros, para que pare de hacerle daño a la abuela, que ya esta vieja para sufrir tanto.

Ya, ya, para loquita, mi Lola, para. Dice mi abuela, y poco a poco Dolores se queda quieta aunque sin dejar de llorar. Afuera se oyen ya los grillos y en la sala la voz de Chumbo que, como es chiquito, no entiende lo que pasa y tiene una perreta.

 

Está el cuarto como en una penumbra porque al mechero de abuela la luz le tiembla. Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo. La abuela reza y yo también, lo que para dentro, para que nadie se dé cuenta de que sigo en el cuarto. Y entonces mamá grita: Ahí, ahí, más alto que nunca, grita tanto que yo me salgo de mi escondite sin darme cuenta de que la abuela puede verme. Y Dolores alcanza a decir con la voz ronca y baja, pero de una sola vez: En nombre de Dios te pido que vayas a dónde está Tomás Arango ahora mismo.

Se oye un grito. ¡Qué grito! Y viene de afuera, de dónde están los hombres. Me erizo todo de arriba a abajo. Y la abuela abre los ojos muy grandes. Debe ser que ella también ve eso, que es como una araña, o no, algo mucho peor. Una cosa terrible una bola grande y muy prieta que no se entiende bien qué es. Y que yo no sé de dónde salió y por qué la abuela no la había visto hasta ahora. Y corre. Se escapa por una hendija de la pared. ¡Qué grito! El grito de afuera, del portal. Ay Dios mío, Ramón… Y qué miedo. Las niñas aparecen en la puerta del cuarto, lloran y abrazan a Chumbo que tiene cara de niño con cólicos. Entra Ramón corriendo. A él también se le nota el susto: Arango gritó y se fue. Ni descolgó la hamaca. Dice, y yo miro a mamá que descansa ahora tranquila con la cabeza en la almohada y respira despacito con mucha calma en el cuerpo.

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SOBRE LA ESCRITORA

BARVARELLA D´ACEVEDO

(La Habana, Cuba, 1985).

Escritora, profesora y redactora jefa de la Revista Cúpulas en el ISA, Cuba. Teatróloga y graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.

Obtuvo los Premios La Gaveta (2020), y Bustos Domecq (2020), la Beca de creación Caballo de Coral (2018), entre otros. 

 

Publicó Alta definición, una antología de cuentos cubanos inspirados en los medios de comunicación audiovisual con Editorial Primigenios (2020) disponible en Amazon. Textos suyos han sido publicados en Cuba, México, Colombia, Guatemala, Bolivia, Argentina, Estados Unidos, Canadá, y España.


Se puede acceder a su poesía en el Canal de telegram: Discurso de Eva. t.me/DiscursoDeEva


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