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Bienvenidos a La Palestra Noticias, la revista cultural de La Palestra Ediciones, donde encontrarás notas y entrevistas a aquellas personas apasionadas por su disciplina: Cultura Deporte, Literatura, Viajando, Astrología y Corpore Sano son nuestras secciones.  

Como todas las mañanas, Eduardo se despertó bien temprano, se duchó, tomó un café negro, hizo zapping de noticias en el cable y puso en marcha el auto. Afuera, reinaba la oscuridad. La noche no se resignaba a darle paso a la mañana. Diez minutos después, el parabrisas seguía congelado como un pequeño glaciar aferrado a la ladera en sombras de las altas cumbres de la cordillera. Los minutos volaban, no podía demorar más. Desde que habían puesto el maldito fichero digital en su oficina, estaba obligado a ser puntual y eso lo ponía de un humor terrible. Acomodó los planos en el asiento del acompañante y salió disparado hacia la cooperativa sorteando al perro del vecino, que lo encaró mostrando los dientes de manera amenazante; dobló en la esquina y tomó la bajada del pinar. Pese a tener la calefacción al máximo, la escarcha seguía pegada al vidrio, no podía ver con claridad. Bajó la ventanilla y se asomó para guiarse hacia la ruta. 

Desde que Elena lo había echado de su casa diez años atrás, repetía la misma rutina. Se despertaba a las seis y media, se duchaba, tomaba un café fuerte algo quemado, sintonizaba el noticiero sin prestar atención a las noticias; encendía el motor del auto durante diez minutos incluso en pleno verano, tomaba las mismas curvas del camino, esquivaba a los vecinos del barrio, sufría el frío inclemente de los inviernos patagónicos. Detestaba ese barrio alto, lleno de curvas, perros sueltos, camionetas que lo cruzaban a altísima velocidad y la zona del pinar que permanecía congelada de mayo a octubre. Doscientos metros de una tierra suelta protegida por cientos de pinos que se convertía en pantano con las lluvias del otoño, en minúsculas partículas con textura de talco enceguecedor en verano y en una pista de hielo durante todo el invierno. 

Su vida se organizaba en torno a pequeñas acciones repetidas, similar a los circuitos eléctricos que había estudiado en la facultad. Pero ese día algo no encajaba, algo parecía fuera de lugar. Eduardo no sabía exactamente qué era, pero lo presentía. Quizás era la caprichosa helada en los espejos retrovisores o el camión recolector de basura que se había retrasado y generado un embrollo en la ruta.

Para remediar ese retraso, aceleró en las últimas curvas del pinar; la cola del auto derrapó contra las retamas dejando paso a un pensamiento sombrío que cruzó fugazmente junto con imágenes borrosas de rostros golpeados y su auto dando tumbos barranca abajo. Como diapositivas en blanco y negro o como aquellas cintas viejas que proyectan trazos desdibujados en sepia, Eduardo veía pasar fragmentos de montañas, de hielo y barro, un guardabarros destrozado y una zapatilla negra girando en cámara lenta.

Trescientos metros antes de la policía caminera, se había formado una cola infernal de vehículos detenidos. «¡Semáforo inútil! ¿Qué les pasa a estos boludos? Se mandan igual con la luz verde y después, si los pisás, te meten en cana. Y los idiotas de la primera fila ¿qué esperan? ¿Por qué no tocan bocina? ¿Por qué no avanzan? ¡Carajo! No llego más…» 

Debía apurarse para llegar en horario a su oficina gris de la cooperativa y pasar el dedo por el dichoso control digital. Así que volvió a pisar el acelerador, se adelantó por la banquina y optó por tomar un desvío creyendo saber hacia dónde iba, aunque… no estaba del todo seguro. Lo agarró por instinto porque, ciertamente, no tenía idea por dónde iba ni cómo retomaría hacia el centro

El sol había empezado a asomarse de manera tímida, pero una niebla espesa cubría todo el horizonte. El cerro Chapelco con los medios de elevación y las casas de Las Pendientes habían desaparecido de su vista; del otro lado, no había rastros de la ruta hacia el lago Lolog, ni de los barrios residenciales y menos aún de los galpones del regimiento. Su celular contaba con GPS pero, como nunca le habían interesado esas pavadas de la tecnología, desconocía su funcionamiento. 

Manejó en círculos durante diez minutos o quizás un poco más. ¿De dónde demonios habría surgido este enmarañado paraje de casas bajas y jardines abandonados? Nunca había estado en ese barrio desolado. No había autos ni bicicletas. Buscó a algún transeúnte para que lo orientara… ni un alma en la calle; ni siquiera un perro callejero merodeando entre la basura; las ventanas estaban cerradas; ni un maldito quiosco donde comprar un atado de cigarrillos. Nada. Sólo este rancio caserío de casas bajas, de colores fuertes y jardines moribundos, en medio de la niebla.

Su preocupación por la puntualidad pasó a un segundo plano, solo ansiaba salir de este endemoniado barrio fantasma. Al tiempo que comprobó que la radio había dejado de transmitir desde hacía unos cuantos minutos, pensó en el celular. No tenía señal de teléfono y menos aún de internet. «¿Dónde mierda estoy?» se preguntó.

Frenó delante de una casa amarilla con una imagen borrosa de la virgen en el frente. Le llamó la atención. Quizás porque, en su deambular sin sentido, había pasado varias veces delante de ella o quizás porque la imagen de la madonna con el niño en brazos le resultaba similar a la de la capilla donde había bautizado a su hijo. Se bajó y golpeó las manos. No hubo respuesta. Solo el sonido del viento entre las malezas y el ruido del motor. Insistió impaciente sin percatarse que, lentamente, su vehículo parecía alejarse hasta desaparecer detrás de la esquina.

Allí parado, solo, frente a la casa de color intenso y de imágenes sagradas, sintió que una voz que le resultaba conocida, lo llamaba. Dio unos pocos pasos temblorosos en dirección al sonido que lo atraía como el canto de una sirena. Por su mente, dolorosos recuerdos se agolparon y pugnaron por salir. Esa voz tan particular que, por momentos le resultaba un poco infantil, podía transmutar a largos silencios cargados de reproches filosos. Eduardo sentía la garganta seca y una fuerte punzada en el estómago. Ese extraño susurro seguía hablándole sobre algo inentendible que, sin embargo, le provocaba una sensación ambigua… inquietante, difícil de digerir y a su vez placentera. Era, sin dudas Matías, su hijo mayor, quien le hablaba. Eso era imposible porque Matías había muerto diez años atrás cuando regresaban del cerro Chapelco. Aquel programa padre-hijo que terminó en una fatalidad: su auto, su familia y su vida desbarrancaron juntos en esa gélida tarde de agosto.

Recordaba cada hora de ese siniestro día. Matías se había acostado tarde porque lo habían invitado al cumpleaños de quince de una compañera de teatro. Estaba cansado. 

— Estoy roto, pa. No quiero ir a esquiar. Vamos mañana si querés, o el lunes que es feriado —le dijo y se cubrió con el plumón. Pero él había insistido en armar un programa juntos. 

— Dale Mati, ¡Levantate! No seas vago —le gritó mientras lo zamarreaba. 

Lo sacó de la cama porque tenían que aprovechar el pase de esquí que ya había pagado. 

Matías durmió todo el trayecto hasta el cerro. Era fin de semana largo y un mar de gente hacía fila frente a la telecabina.

—Tendríamos que haber salido más temprano. Te dije que no fueras a ese cumpleaños. 

Qué necio había sido. ¿Qué importancia tenía el pase de esquí? Había forzado el destino y éste se había llevado a su hijo. ¿Por qué a su hijo y no a él? Nunca pudo recuperarse del dolor, de la culpa y del vacío existencial que lo invadió para siempre. 

Ahora, perdido en medio de la nada, sentía que su hijo lo abrazaba y lo consolaba. Sus ojos se nublaron, su cuerpo se estremeció y cayó desplomado en medio de la nieve y el barro. 

Como todas las mañanas sonó el despertador a las seis treinta. Se levantó pensando en lo extraño del sueño. No lo recordaba muy bien, pero se sentía sereno. Miró el celular y vio el mensaje de Ramiro que lo invitaba a cenar esa noche. Decía que lo extrañaba… Eduardo recordó que se cumplía un nuevo aniversario del accidente. Miró hacia la foto familiar en la mesa de luz, sonrió con algo de tristeza y fue a ducharse. 

La rutina de la oficina se repitió a la perfección: las quejas de los clientes y las exigencias de su jefe incluidas. Pero nada lo afectaba: era un día diferente y él se sentía con una paciencia desconocida. Ni siquiera la Hilux que había frenado sin aviso en plena avenida ni los turistas que se le cruzaron en medio de la calle le habían generado esa ira que siempre lo acompañaba. Incluso, su secretaria lo había mirado diferente, estudiando la parsimonia con la que había permanecido escuchando las quejas de Don Mario Vera. A las seis de la tarde ordenó su escritorio, saludó a las empleadas de limpieza y se fue al super para comprar un par de gaseosas y postre para la noche.

Llegó a su antigua casa a eso de las ocho y media. Se detuvo unos instantes para evocar los juegos de sus hijos en la nieve y la sonrisa de Elena que captaba todas las payasadas con la Nikon que él le había regalado en Navidad. Habían compartido tantos años felices. Desde la época universitaria en ciudad de La Plata, en la pensión donde estudiaban y donde habían soñado con vivir en el sur y formar una familia, hasta la concreción de ese sueño, con la mudanza y el nacimiento de Matías. ¿Dónde había quedado esa otra vida? La de los campamentos en los lagos, las salidas de pesca, las caminatas por los senderos boscosos. A Elena le encantaba juntar hongos en otoño. Así que salían los tres de caminata por los pinares del camino viejo hacia el Lolog y regresaban con su preciado tesoro, los dedos manchados y la ropa llena de abrojos. Mati era incansable, lo recordaba corriendo, con la cara roñosa y las piernas rollizas llenas de raspones. En las noches de verano, se sentaban juntos en el pasto y observaban las estrellas. Quería que le repitiera una y otra vez los nombres de las constelaciones. Decía que las montañas hablaban, que escondían secretos que el viento luego diseminaba. Tenía un amigo imaginario que lo acompañaba en sus aventuras hasta que, seis años después, ese lugar lo ocupó su hermano. La familia se expandió y se mudaron a la casa de sus sueños. Esta misma que hoy ya no habitaba.

Ramiro abrió la puerta y lo sacó de sus ensoñaciones. 

—Viejo, ¿qué haces ahí parado? Pasá que ya va a estar la comida.

Se abrazaron con cariño. Ramiro le sacaba una cabeza y media. Estaba enorme y se parecía tanto a su hermano. Hacía un par de meses que no se veían, desde la graduación o quizás un poco más. La madre quería que estudiara en Buenos Aires o en La plata, pero Rami no quería mudarse. Se había anotado en una carrera a distancia, no recordaba cuál, pero sabía que era la excusa para no viajar. Amaba sus montañas, las desafiaba. Participaba de cuanta carrera de aventuras se le presentara. 

—Ahí viene mamá, le pedí que comprara los pancitos de semillas, ¿te acordás, los de La pastelería?

—Sí, claro. Son los mejores. 

Elena se acercó con una bolsa de papel madera y le dirigió una media sonrisa. Pasó frente al auto, se detuvo de golpe, se agachó, miró por la ventanilla de atrás y en un susurro quebrado le preguntó

—¿Por qué hay una zapatilla de Mati en el asiento? 

Eduardo se sobresaltó y abrió la puerta trasera… Una zapatilla negra embarrada, exacta a la que usaba su hijo estaba tirada en el piso del auto. Cuando los bomberos los rescataron y colocaron a Matías en la camilla, recordó haber visto su pierna derecha colgando, inerte, descalza. La zapatilla había desaparecido, dada por perdida entre el millón de escombros, piedras y nieve. 

Entonces, el sueño volvió a él: la mañana helada, el auto derrapando, el retraso del camión de basura, el barrio abandonado, la voz infantil, el barro, esa presencia, la paz. El desvío.

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